Introducción
Si no concuerda con el experimento es falso
El destino al que está abocado cualquier especialista de cualquier área
de la ciencia es ceñirse cada vez más estrechamente al tema de su
especialidad, aprendiendo cada vez más sobre cada vez menos materia,
hasta acabar finalmente sabiéndolo todo sobre nada.
Precisamente con el fin de esquivar este destino, hace muchos años,
opté por convertirme en un escritor de temas científicos, en vez de ser
un investigador. La oportunidad que esto me dio de plantear a los
auténticos científicos preguntas relativas a su trabajo, para luego
relatar mis hallazgos en una serie de libros y artículos, me ofreció la
posibilidad de saber cada vez menos sobre más y más cosas, aunque por
ahora no he alcanzado la fase de saber nada sobre todo. Después de
treinta años haciendo esto y de muchos libros centrados en aspectos
científicos específicos, me pareció una buena idea escribir un libro
general, que ofreciera una amplia visión panorámica de la ciencia,
mientras estoy aún en la fase de saber un poco sobre la mayoría de los
temas científicos.
Habitualmente, cuando escribo un libro, la audiencia a la que me dirijo
soy yo mismo. Es decir, escribo sobre, por ejemplo, la física cuántica
o la evolución, precisamente el libro que me gustaría que otro hubiera
escrito para mí, de tal forma que me hubiera evitado las molestias de
tener que ir averiguando las cosas por mí mismo. Esta vez escribo para
todos los demás, esperando que casi todo el mundo encuentre aquí algo
que le haga disfrutar. Si usted sabe un poco de física cuántica (o
incluso mucho), puede encontrar aquí algo que no sabía sobre la
evolución; si usted ya sabe cosas sobre la evolución, puede encontrar
algo que le resulte nuevo sobre el Big Bang y otras cuestiones, según
los casos.
Así pues, aunque percibo el fantasma de Isaac Asimov que
mira por encima de mi hombro (espero que con aprobación) observando
este proyecto de tan amplio alcance, este libro no es una «Guía de John
Gribbin por el mundo de la ciencia», sino una guía para casi todos los
demás. Una guía, no tanto para los aficionados a la ciencia y los
conocedores, sino más bien una guía para perplejos, es decir, para
quienes son vagamente conscientes de que la ciencia es importante y
podría ser incluso interesante, pero a quienes les espantan los
detalles técnicos.
No encontrarán tales tecnicismos en este libro
(mi coautora los ha suprimido todos, encargándose de mantener a raya
todas mis salvajes extravagancias científicas, para garantizar que lo
que queda es inteligible para el profano en la materia). Lo que el
lector hallará es una visión personal de la situación en que se
encuentra la ciencia a finales del siglo XX y cómo encajan las distintas
piezas para configurar una imagen amplia y coherente del universo y de
todo lo que éste contiene.
El hecho de que las piezas encajen unas
con otras de esta manera es algo que podría pasar inadvertido cuando
uno se centra en un aspecto muy concreto de la ciencia, como puede ser
el Big Bang o la evolución, pero resulta ser una característica
extraordinariamente importante de la ciencia. Tanto la evolución como el
Big Bang (y todo lo demás) se basan en los mismos principios, siendo
posible seleccionar y tomar aquellos fragmentos del relato científico
que uno está dispuesto a aceptar.
A menudo recibo correspondencia o
mensajes de personas que, por una razón u otra, no pueden aceptar la
teoría especial de la relatividad, la cual nos dice que los relojes se
atrasan y las reglas de dibujo se encogen cuando se desplazan. A veces
estas personas luchan desesperadamente por encontrar un modo de
soslayar esto, aunque acepten todas las demás teorías científicas. Pero
no es posible funcionar de esta manera. La teoría especial de la
relatividad no es algo aislado, no es una teoría que se refiera
exclusivamente a relojes y reglas en movimiento, sino que aparece
cuando queremos comprender, por ejemplo, el modo en que la masa se
convierte en energía para hacer que el Sol siga brillando, o cómo se
comportan los electrones en el interior de los átomos. Si rechazamos
los aspectos de la teoría que parecen ir en contra del sentido común,
nos quedaremos sin una explicación de por qué el Sol brilla o de qué es
la tabla periódica de elementos. Y esto no es más que un ejemplo.
La
forma científica de ver el mundo tiene dos importantes
características, que están además interrelacionadas, pero que a menudo
se pasan por alto y vale la pena mencionarlas. En primer lugar, que
todo este asunto se ha desarrollado en tan sólo cuatrocientos años
(comenzando en la época de Galileo, que parece ser un momento tan bueno
como otro cualquiera para empezar a datar a partir de ahí el inicio de
la moderna investigación científica). Y, por otra parte, que todo esto
lo puede comprender una mente humana. Es posible que no todos podamos
entender todos los aspectos de la forma científica de ver el mundo,
pero hay bastantes seres humanos que sí pueden hacerlo, a pesar de que
las personas tengan un tiempo de vida tan limitado. Además, aunque haya
que ser un genio para dar con una idea como la teoría de la evolución
por selección natural, una vez que esta teoría ha quedado formulada, es
posible explicársela a personas de una inteligencia mediana, lo que
provoca a menudo la respuesta inicial: «Pero, si es obvio. ¡Qué tonto
soy! Mira que no ocurrírseme a mí». (Así fue, por ejemplo, la reacción
de Thomas Henry Huxley la primera vez que leyó
El origen de las especies, de Charles Darwin). Como Albert Einstein dijo en 1936: «El eterno misterio del mundo es su comprensibilidad».
La
razón por la que el universo es comprensible para las mentes de los
mortales es que está gobernado por un pequeño conjunto de reglas muy
sencillas. Ernest Rutherford, el físico que nos proporcionó el modelo
nuclear del átomo a principios del siglo XX, dijo una vez que «la
ciencia está dividida en dos categorías: la física y la filatelia». No
lo dijo sólo por hacer una gracia, aunque sentía un desdén auténtico
por el resto de las ciencias, lo cual hizo sumamente inapropiado el
hecho de que le concedieran el Premio Nobel de Química (en 1908, por
sus trabajos sobre la radiactividad). La física es la más fundamental de
todas las ciencias, en primer lugar porque es la que maneja más
directamente las reglas sencillas que gobiernan el universo y las
simples partículas de las que está hecho todo lo que hay en él, y en
segundo lugar porque los métodos físicos proporcionan el arquetipo
utilizado en las otras ciencias para desarrollar sus propios aspectos
de la configuración del mundo.
El más importante de dichos métodos
es el uso de lo que los físicos denominan modelos. Sin embargo, incluso
algunos físicos no llegan a veces a apreciar todo el alcance real de
su utilización de los modelos, cosa que es importante precisar antes de
que apliquemos esta técnica.
Para un físico, un modelo es una
combinación de una imagen mental del aspecto que puede tener un ente
fundamental (o no tan fundamental), y de un conjunto de fórmulas
matemáticas que describen su comportamiento. Por ejemplo, un modelo del
aire que llena la habitación en la que ahora estoy escribiendo estas
palabras consideraría cada molécula de gas del aire como una diminuta
bola dura. Existen, paralelamente a esto, fórmulas que describen, a un
nivel, cómo chocan entre sí estas pequeñas bolas y rebotan una contra
otra y también contra las paredes y, a otro nivel, cómo el
comportamiento medio de una gran cantidad de ellas produce la presión
del aire en la habitación.
El lector no ha de preocuparse por las
fórmulas, ya que las ignoraré ampliamente en todo este libro. Sin
embargo, deberá recordar que los buenos modelos siempre incluyen las
fórmulas correspondientes, ya que se trabaja con ellas para realizar
predicciones sobre el modo en que los objetos se comportan —para
calcular, por ejemplo, el modo en que la presión del aire de mi
habitación cambiaría si la temperatura subiera diez grados Celsius,
permaneciendo todo lo demás igual—. La manera de distinguir un buen
modelo de otro que es malo consiste en comprobarlo mediante un
experimento —en este ejemplo, se calienta la habitación haciendo que su
temperatura suba diez grados y se ve si la nueva presión que medimos
coincide con la presión que predice el modelo. Si no coincide, el
modelo, en el mejor de los casos, necesita alguna modificación y, en el
peor caso, se debe descartar en su totalidad.
Richard Feynman, el
más grande de los físicos del siglo XX, en una conferencia que pronunció
en 1964, dio cuenta detallada de este método científico utilizando la
palabra «ley», pero realizando unas observaciones contundentes que se
pueden aplicar igualmente a los modelos:
En general, para buscar una nueva ley seguimos el
proceso que detallaré a continuación. En primer lugar, hacemos una
suposición sobre dicha ley. Luego calculamos las consecuencias de dicha
suposición para ver qué implicaría esta ley si lo que hemos supuesto
fuera correcto. A continuación, comparamos los resultados del cálculo
con lo que se produce en la naturaleza, mediante un experimento o a
través de la experiencia, es decir, lo comparamos directamente con lo
que se observa, para ver si funciona. Si no concuerda con el
experimento, entonces es falso. En esta afirmación tan sencilla está la
clave de la ciencia. No importa lo maravilloso que nos parezca aquello
que hemos supuesto. Tampoco importa lo ingeniosos que seamos, ni quién
realizó la suposición, ni cómo se llama el que la formuló: si no
concuerda con el experimento, es falso.
En esto consisten la ciencia y los modelos científicos.
Si no concuerda con el experimento, es falso. Sin embargo, hay una cuestión más sutil. Incluso
si concuerda
con el experimento, esto no quiere decir que el modelo sea «correcto»
en el sentido de ser algo eterno, esto es, la verdad absoluta y última
sobre la naturaleza de las cosas que se están estudiando. Aunque las
moléculas se puedan tratar como pequeñas bolas duras con el fin de
calcular la presión del gas en la habitación, esto no significa que las
moléculas
sean en realidad pequeñas bolas duras. Sólo significa que, en determinadas circunstancias, se comportan
como si
lo fueran. Los modelos funcionan dentro de unos límites generalmente
bien definidos, y fuera de dichos límites puede que tengan que ser
reemplazados por otros modelos.
Para clarificar todo esto, veamos
con otra perspectiva la imagen de las moléculas de gas que están en el
aire en mi habitación. Algunas de esas moléculas serán de vapor de
agua, y las moléculas de agua, como sabe cualquier niño que va a la
escuela, están constituidas por tres átomos —dos de hidrógeno y uno de
oxígeno—, con la fórmula H
2O. En algunos casos, para
determinados fines, un modelo conveniente de la molécula de agua es el
que se realiza mediante dos bolas duras más pequeñas (los átomos de
hidrógeno) unidas a una única bola dura de mayor tamaño (el átomo de
oxígeno), todo ello en forma de V, de tal manera que el oxígeno está en
el vértice de la V.
En este caso, los enlaces entre los átomos se
pueden considerar como pequeños muelles rígidos, de tal modo que los
átomos de la molécula pueden moverse vibrando hacia un lado y hacia el
otro. Este tipo de vibración va asociado a una determinada longitud de
onda de una radiación, ya que los átomos son portadores de carga
eléctrica (esto lo ampliaremos más adelante). Además, si se ven
obligados a vibrar de esta manera, emitirán una radiación de microondas
y, a la inversa, si se envía a estas moléculas el tipo adecuado de
radiación de microondas, las moléculas vibrarán en simpatía.
Esto es
exactamente lo que sucede en un horno microondas. Las microondas
sintonizan con las longitudes de onda que hacen vibrar las moléculas de
agua, llenan el horno y hacen que vibren las moléculas de agua que
contienen los alimentos, de tal manera que absorben energía y calientan
dichos alimentos.
Este comportamiento no sólo se ve en la cocina o
en el laboratorio. Estudiando la radiación de microondas procedente de
las nubes de gas que estaban en el espacio fue como los astrónomos
detectaron allí la presencia de moléculas de agua, junto con otras
muchas moléculas.
Por lo tanto, para un radioastrónomo que busque
moléculas de agua en el espacio, o para un ingeniero eléctrico que
diseñe un horno microondas, el modelo de molécula de agua hecha de
bolas y varillas es un buen modelo, con tal de que las varillas que
unen los átomos tenga un poco de la elasticidad de los muelles. En estos
casos ya no se considera la totalidad de la molécula de agua como una
sola esfera dura, sino que se consideran los átomos individualmente
como si cada uno de ellos (por ejemplo, los átomos de oxígeno) fuera
una esfera dura.
Un químico que analizara la composición de una
sustancia lo haría, sin embargo, con otra perspectiva. Si se desea
saber qué tipos de átomos están presentes en una sustancia, un modo de
averiguarlo es estudiar la luz que dichos átomos irradian cuando se
calientan. Las distintas clases de átomos irradian colores diferentes,
unas líneas muy nítidamente definidas en el espectro del arco iris de
la luz; uno de los ejemplos más conocidos es el brillante color naranja
amarillento del alumbrado público cuando contiene compuestos de sodio.
Son los átomos de sodio (en este caso, excitados por una corriente
eléctrica, en vez de por el calor) los que irradian este color especial
de la luz.
El modelo utilizado para describir cómo se produce esta
luz no considera al átomo como una sola esfera dura, sino como un
diminuto núcleo central rodeado por una nube de diminutas partículas
con carga eléctrica, llamadas electrones. El núcleo central tiene carga
eléctrica positiva, mientras que cada uno de los electrones tiene
carga eléctrica negativa, por lo que el átomo en conjunto tiene carga
eléctrica cero. Las líneas brillantes del espectro que van asociadas a
un tipo particular de átomo se explican considerando el modo en que los
electrones se mueven en la parte externa del átomo. Lo que hace que se
distinga un tipo de átomo de otro es, hablando en términos químicos,
el número de electrones (8 para el oxígeno, sólo 1 para el hidrógeno y
11 para el sodio). Debido a que cada tipo de átomo tiene su propia y
única disposición de los electrones, cada tipo de átomo produce un
único patrón de líneas de color en el espectro.
Podría continuar,
pero la cuestión ya está clara. El modelo que considera las moléculas de
aire como pequeñas bolas duras es un buen modelo, porque funciona
cuando se utiliza para calcular las variaciones que experimenta la
presión cuando cambia la temperatura. El modelo que representa las
moléculas como si estuvieran formadas por esferas rígidas de menor
tamaño (átomos) que se mantienen unidas como las uvas en los racimos es
también un buen modelo, porque funciona cuando se utiliza para
calcular el modo en que las moléculas, cuando vibran, emiten ondas de
radio. Y el modelo que representa a los átomos, no como esferas duras
indivisibles, sino como diminutos núcleos rodeados de nubes de
electrones también es bueno, porque funciona cuando se utiliza para
predecir el color de la luz asociada a una clase concreta de átomo.
Ninguno
de los modelos constituye la verdad absoluta y última, pero todos
representan un papel en esta función teatral. Son herramientas que
usamos para ayudar a nuestra mente a crear una imagen de lo que está
sucediendo y a calcular cosas que podemos comprobar directamente
realizando mediciones, como es el caso de la presión del aire en una
habitación o el color de la luz que irradia una sustancia caliente.
Del
mismo modo que un carpintero no utilizaría un escoplo para realizar el
mismo trabajo que haría con un mazo, también un científico debe elegir
el modelo adecuado para el trabajo que tiene entre manos. Cuando
Feynman dice: «Si no concuerda con el experimento, es falso», lo que
quiere decir es: «Si no concuerda con el experimento adecuado». El
modelo de una molécula de vapor de agua como una única esfera dura no
permite la posibilidad del tipo de vibración asociado con las
microondas, es decir, predice que el vapor de agua no emitirá
microondas. Esto significa que es un modelo erróneo para utilizarlo
cuando lo que nos interese sean las microondas. Pero no significa que
el modelo sea erróneo para utilizarlo si lo que nos interesa es cómo se
ve afectada la presión del aire en una habitación cuando la
temperatura aumenta.
En la ciencia, todo consiste en modelos y
predicciones, en hallar la manera de conseguir crear dentro de nuestras
mentes una imagen de cómo funciona el universo y en encontrar el modo
de efectuar cálculos que predigan lo que sucederá en determinadas
circunstancias. Cuanto más nos alejemos del mundo ordinario de la vida
cotidiana, ya sea hacia una escala muy pequeña, o hacia una escala muy
grande, más tendremos que confiar en las analogías: un átomo es, en
determinadas circunstancias, «como» una bola de billar; un agujero negro
es, en cierto sentido, «como» una abolladura en un trampolín.
Resultaría
tedioso seguir de esta manera precisando las calificaciones relativas
al uso de los distintos modelos, por lo que, ahora que ya me he
desahogado, me abstendré de hacerlo y confiaré en que el lector
recuerde la precisión que he realizado en el sentido de que el mejor
modelo sólo es bueno en su propio contexto, y que los escoplos nunca se
deben usar para hacer el trabajo que tienen que hacer los mazos.
Siempre que nos refiramos a algo calificándolo de «real», lo que
queremos decir es que es el mejor modelo que se puede utilizar en las
circunstancias del caso.
Con esta condición, partiendo de la escala
de los átomos, invitaré al lector a que descienda al mundo de lo muy,
muy pequeño y, más adelante, a que salga al universo a gran escala,
ofreciéndole la mejor explicación moderna (el mejor modelo) de la
naturaleza de las cosas dentro de cada escala. Todas serán ciertas, en
el sentido de que concuerdan con los experimentos; todas van a encajar
unas con otras, como las piezas de un rompecabezas, para dar una imagen
coherente de cómo funciona el universo y todo lo que contiene; y todo
lo podrá comprender, al menos en líneas generales, cualquier mente
humana con una capacidad mediana. Existe otra característica de la
ciencia, un punto de vista del que soy firme partidario y que ha
configurado la estructura de este libro (y toda mi carrera), pero que
no todos los científicos comparten necesariamente. Para mí, la ciencia
es primordialmente la investigación sobre nuestro lugar en el universo,
el lugar que ocupan los seres humanos en un mundo que se extiende
desde las más diminutas partículas subatómicas hasta las extensiones más
largas en el espacio y el tiempo. No existimos de manera aislada, por
lo que la ciencia es una actividad humana cultural, no un mero esfuerzo
desapasionado por alcanzar la verdad, al margen de lo duramente que
nos esforcemos. Aquello de lo que se trata es siempre de dónde venimos y
a dónde vamos. Por eso es la historia más emocionante que se ha
relatado jamás.
JOHN GRIBBIN.
Diciembre de 1997.