sábado, 13 de junio de 2015

Introducción a la ciencia. John Gribbin

Introducción
Si no concuerda con el experimento es falso
El destino al que está abocado cualquier especialista de cualquier área de la ciencia es ceñirse cada vez más estrechamente al tema de su especialidad, aprendiendo cada vez más sobre cada vez menos materia, hasta acabar finalmente sabiéndolo todo sobre nada.
Precisamente con el fin de esquivar este destino, hace muchos años, opté por convertirme en un escritor de temas científicos, en vez de ser un investigador. La oportunidad que esto me dio de plantear a los auténticos científicos preguntas relativas a su trabajo, para luego relatar mis hallazgos en una serie de libros y artículos, me ofreció la posibilidad de saber cada vez menos sobre más y más cosas, aunque por ahora no he alcanzado la fase de saber nada sobre todo. Después de treinta años haciendo esto y de muchos libros centrados en aspectos científicos específicos, me pareció una buena idea escribir un libro general, que ofreciera una amplia visión panorámica de la ciencia, mientras estoy aún en la fase de saber un poco sobre la mayoría de los temas científicos.
Habitualmente, cuando escribo un libro, la audiencia a la que me dirijo soy yo mismo. Es decir, escribo sobre, por ejemplo, la física cuántica o la evolución, precisamente el libro que me gustaría que otro hubiera escrito para mí, de tal forma que me hubiera evitado las molestias de tener que ir averiguando las cosas por mí mismo. Esta vez escribo para todos los demás, esperando que casi todo el mundo encuentre aquí algo que le haga disfrutar. Si usted sabe un poco de física cuántica (o incluso mucho), puede encontrar aquí algo que no sabía sobre la evolución; si usted ya sabe cosas sobre la evolución, puede encontrar algo que le resulte nuevo sobre el Big Bang y otras cuestiones, según los casos.
Así pues, aunque percibo el fantasma de Isaac Asimov que mira por encima de mi hombro (espero que con aprobación) observando este proyecto de tan amplio alcance, este libro no es una «Guía de John Gribbin por el mundo de la ciencia», sino una guía para casi todos los demás. Una guía, no tanto para los aficionados a la ciencia y los conocedores, sino más bien una guía para perplejos, es decir, para quienes son vagamente conscientes de que la ciencia es importante y podría ser incluso interesante, pero a quienes les espantan los detalles técnicos.
No encontrarán tales tecnicismos en este libro (mi coautora los ha suprimido todos, encargándose de mantener a raya todas mis salvajes extravagancias científicas, para garantizar que lo que queda es inteligible para el profano en la materia). Lo que el lector hallará es una visión personal de la situación en que se encuentra la ciencia a finales del siglo XX y cómo encajan las distintas piezas para configurar una imagen amplia y coherente del universo y de todo lo que éste contiene.
El hecho de que las piezas encajen unas con otras de esta manera es algo que podría pasar inadvertido cuando uno se centra en un aspecto muy concreto de la ciencia, como puede ser el Big Bang o la evolución, pero resulta ser una característica extraordinariamente importante de la ciencia. Tanto la evolución como el Big Bang (y todo lo demás) se basan en los mismos principios, siendo posible seleccionar y tomar aquellos fragmentos del relato científico que uno está dispuesto a aceptar.
A menudo recibo correspondencia o mensajes de personas que, por una razón u otra, no pueden aceptar la teoría especial de la relatividad, la cual nos dice que los relojes se atrasan y las reglas de dibujo se encogen cuando se desplazan. A veces estas personas luchan desesperadamente por encontrar un modo de soslayar esto, aunque acepten todas las demás teorías científicas. Pero no es posible funcionar de esta manera. La teoría especial de la relatividad no es algo aislado, no es una teoría que se refiera exclusivamente a relojes y reglas en movimiento, sino que aparece cuando queremos comprender, por ejemplo, el modo en que la masa se convierte en energía para hacer que el Sol siga brillando, o cómo se comportan los electrones en el interior de los átomos. Si rechazamos los aspectos de la teoría que parecen ir en contra del sentido común, nos quedaremos sin una explicación de por qué el Sol brilla o de qué es la tabla periódica de elementos. Y esto no es más que un ejemplo.
La forma científica de ver el mundo tiene dos importantes características, que están además interrelacionadas, pero que a menudo se pasan por alto y vale la pena mencionarlas. En primer lugar, que todo este asunto se ha desarrollado en tan sólo cuatrocientos años (comenzando en la época de Galileo, que parece ser un momento tan bueno como otro cualquiera para empezar a datar a partir de ahí el inicio de la moderna investigación científica). Y, por otra parte, que todo esto lo puede comprender una mente humana. Es posible que no todos podamos entender todos los aspectos de la forma científica de ver el mundo, pero hay bastantes seres humanos que sí pueden hacerlo, a pesar de que las personas tengan un tiempo de vida tan limitado. Además, aunque haya que ser un genio para dar con una idea como la teoría de la evolución por selección natural, una vez que esta teoría ha quedado formulada, es posible explicársela a personas de una inteligencia mediana, lo que provoca a menudo la respuesta inicial: «Pero, si es obvio. ¡Qué tonto soy! Mira que no ocurrírseme a mí». (Así fue, por ejemplo, la reacción de Thomas Henry Huxley la primera vez que leyó El origen de las especies, de Charles Darwin). Como Albert Einstein dijo en 1936: «El eterno misterio del mundo es su comprensibilidad».
La razón por la que el universo es comprensible para las mentes de los mortales es que está gobernado por un pequeño conjunto de reglas muy sencillas. Ernest Rutherford, el físico que nos proporcionó el modelo nuclear del átomo a principios del siglo XX, dijo una vez que «la ciencia está dividida en dos categorías: la física y la filatelia». No lo dijo sólo por hacer una gracia, aunque sentía un desdén auténtico por el resto de las ciencias, lo cual hizo sumamente inapropiado el hecho de que le concedieran el Premio Nobel de Química (en 1908, por sus trabajos sobre la radiactividad). La física es la más fundamental de todas las ciencias, en primer lugar porque es la que maneja más directamente las reglas sencillas que gobiernan el universo y las simples partículas de las que está hecho todo lo que hay en él, y en segundo lugar porque los métodos físicos proporcionan el arquetipo utilizado en las otras ciencias para desarrollar sus propios aspectos de la configuración del mundo.
El más importante de dichos métodos es el uso de lo que los físicos denominan modelos. Sin embargo, incluso algunos físicos no llegan a veces a apreciar todo el alcance real de su utilización de los modelos, cosa que es importante precisar antes de que apliquemos esta técnica.
Para un físico, un modelo es una combinación de una imagen mental del aspecto que puede tener un ente fundamental (o no tan fundamental), y de un conjunto de fórmulas matemáticas que describen su comportamiento. Por ejemplo, un modelo del aire que llena la habitación en la que ahora estoy escribiendo estas palabras consideraría cada molécula de gas del aire como una diminuta bola dura. Existen, paralelamente a esto, fórmulas que describen, a un nivel, cómo chocan entre sí estas pequeñas bolas y rebotan una contra otra y también contra las paredes y, a otro nivel, cómo el comportamiento medio de una gran cantidad de ellas produce la presión del aire en la habitación.
El lector no ha de preocuparse por las fórmulas, ya que las ignoraré ampliamente en todo este libro. Sin embargo, deberá recordar que los buenos modelos siempre incluyen las fórmulas correspondientes, ya que se trabaja con ellas para realizar predicciones sobre el modo en que los objetos se comportan —para calcular, por ejemplo, el modo en que la presión del aire de mi habitación cambiaría si la temperatura subiera diez grados Celsius, permaneciendo todo lo demás igual—. La manera de distinguir un buen modelo de otro que es malo consiste en comprobarlo mediante un experimento —en este ejemplo, se calienta la habitación haciendo que su temperatura suba diez grados y se ve si la nueva presión que medimos coincide con la presión que predice el modelo. Si no coincide, el modelo, en el mejor de los casos, necesita alguna modificación y, en el peor caso, se debe descartar en su totalidad.
Richard Feynman, el más grande de los físicos del siglo XX, en una conferencia que pronunció en 1964, dio cuenta detallada de este método científico utilizando la palabra «ley», pero realizando unas observaciones contundentes que se pueden aplicar igualmente a los modelos:
En general, para buscar una nueva ley seguimos el proceso que detallaré a continuación. En primer lugar, hacemos una suposición sobre dicha ley. Luego calculamos las consecuencias de dicha suposición para ver qué implicaría esta ley si lo que hemos supuesto fuera correcto. A continuación, comparamos los resultados del cálculo con lo que se produce en la naturaleza, mediante un experimento o a través de la experiencia, es decir, lo comparamos directamente con lo que se observa, para ver si funciona. Si no concuerda con el experimento, entonces es falso. En esta afirmación tan sencilla está la clave de la ciencia. No importa lo maravilloso que nos parezca aquello que hemos supuesto. Tampoco importa lo ingeniosos que seamos, ni quién realizó la suposición, ni cómo se llama el que la formuló: si no concuerda con el experimento, es falso.
En esto consisten la ciencia y los modelos científicos. Si no concuerda con el experimento, es falso. Sin embargo, hay una cuestión más sutil. Incluso si concuerda con el experimento, esto no quiere decir que el modelo sea «correcto» en el sentido de ser algo eterno, esto es, la verdad absoluta y última sobre la naturaleza de las cosas que se están estudiando. Aunque las moléculas se puedan tratar como pequeñas bolas duras con el fin de calcular la presión del gas en la habitación, esto no significa que las moléculas sean en realidad pequeñas bolas duras. Sólo significa que, en determinadas circunstancias, se comportan como si lo fueran. Los modelos funcionan dentro de unos límites generalmente bien definidos, y fuera de dichos límites puede que tengan que ser reemplazados por otros modelos.
Para clarificar todo esto, veamos con otra perspectiva la imagen de las moléculas de gas que están en el aire en mi habitación. Algunas de esas moléculas serán de vapor de agua, y las moléculas de agua, como sabe cualquier niño que va a la escuela, están constituidas por tres átomos —dos de hidrógeno y uno de oxígeno—, con la fórmula H2O. En algunos casos, para determinados fines, un modelo conveniente de la molécula de agua es el que se realiza mediante dos bolas duras más pequeñas (los átomos de hidrógeno) unidas a una única bola dura de mayor tamaño (el átomo de oxígeno), todo ello en forma de V, de tal manera que el oxígeno está en el vértice de la V.
En este caso, los enlaces entre los átomos se pueden considerar como pequeños muelles rígidos, de tal modo que los átomos de la molécula pueden moverse vibrando hacia un lado y hacia el otro. Este tipo de vibración va asociado a una determinada longitud de onda de una radiación, ya que los átomos son portadores de carga eléctrica (esto lo ampliaremos más adelante). Además, si se ven obligados a vibrar de esta manera, emitirán una radiación de microondas y, a la inversa, si se envía a estas moléculas el tipo adecuado de radiación de microondas, las moléculas vibrarán en simpatía.
Esto es exactamente lo que sucede en un horno microondas. Las microondas sintonizan con las longitudes de onda que hacen vibrar las moléculas de agua, llenan el horno y hacen que vibren las moléculas de agua que contienen los alimentos, de tal manera que absorben energía y calientan dichos alimentos.
Este comportamiento no sólo se ve en la cocina o en el laboratorio. Estudiando la radiación de microondas procedente de las nubes de gas que estaban en el espacio fue como los astrónomos detectaron allí la presencia de moléculas de agua, junto con otras muchas moléculas.
Por lo tanto, para un radioastrónomo que busque moléculas de agua en el espacio, o para un ingeniero eléctrico que diseñe un horno microondas, el modelo de molécula de agua hecha de bolas y varillas es un buen modelo, con tal de que las varillas que unen los átomos tenga un poco de la elasticidad de los muelles. En estos casos ya no se considera la totalidad de la molécula de agua como una sola esfera dura, sino que se consideran los átomos individualmente como si cada uno de ellos (por ejemplo, los átomos de oxígeno) fuera una esfera dura.
Un químico que analizara la composición de una sustancia lo haría, sin embargo, con otra perspectiva. Si se desea saber qué tipos de átomos están presentes en una sustancia, un modo de averiguarlo es estudiar la luz que dichos átomos irradian cuando se calientan. Las distintas clases de átomos irradian colores diferentes, unas líneas muy nítidamente definidas en el espectro del arco iris de la luz; uno de los ejemplos más conocidos es el brillante color naranja amarillento del alumbrado público cuando contiene compuestos de sodio. Son los átomos de sodio (en este caso, excitados por una corriente eléctrica, en vez de por el calor) los que irradian este color especial de la luz.
El modelo utilizado para describir cómo se produce esta luz no considera al átomo como una sola esfera dura, sino como un diminuto núcleo central rodeado por una nube de diminutas partículas con carga eléctrica, llamadas electrones. El núcleo central tiene carga eléctrica positiva, mientras que cada uno de los electrones tiene carga eléctrica negativa, por lo que el átomo en conjunto tiene carga eléctrica cero. Las líneas brillantes del espectro que van asociadas a un tipo particular de átomo se explican considerando el modo en que los electrones se mueven en la parte externa del átomo. Lo que hace que se distinga un tipo de átomo de otro es, hablando en términos químicos, el número de electrones (8 para el oxígeno, sólo 1 para el hidrógeno y 11 para el sodio). Debido a que cada tipo de átomo tiene su propia y única disposición de los electrones, cada tipo de átomo produce un único patrón de líneas de color en el espectro.
Podría continuar, pero la cuestión ya está clara. El modelo que considera las moléculas de aire como pequeñas bolas duras es un buen modelo, porque funciona cuando se utiliza para calcular las variaciones que experimenta la presión cuando cambia la temperatura. El modelo que representa las moléculas como si estuvieran formadas por esferas rígidas de menor tamaño (átomos) que se mantienen unidas como las uvas en los racimos es también un buen modelo, porque funciona cuando se utiliza para calcular el modo en que las moléculas, cuando vibran, emiten ondas de radio. Y el modelo que representa a los átomos, no como esferas duras indivisibles, sino como diminutos núcleos rodeados de nubes de electrones también es bueno, porque funciona cuando se utiliza para predecir el color de la luz asociada a una clase concreta de átomo.
Ninguno de los modelos constituye la verdad absoluta y última, pero todos representan un papel en esta función teatral. Son herramientas que usamos para ayudar a nuestra mente a crear una imagen de lo que está sucediendo y a calcular cosas que podemos comprobar directamente realizando mediciones, como es el caso de la presión del aire en una habitación o el color de la luz que irradia una sustancia caliente.
Del mismo modo que un carpintero no utilizaría un escoplo para realizar el mismo trabajo que haría con un mazo, también un científico debe elegir el modelo adecuado para el trabajo que tiene entre manos. Cuando Feynman dice: «Si no concuerda con el experimento, es falso», lo que quiere decir es: «Si no concuerda con el experimento adecuado». El modelo de una molécula de vapor de agua como una única esfera dura no permite la posibilidad del tipo de vibración asociado con las microondas, es decir, predice que el vapor de agua no emitirá microondas. Esto significa que es un modelo erróneo para utilizarlo cuando lo que nos interese sean las microondas. Pero no significa que el modelo sea erróneo para utilizarlo si lo que nos interesa es cómo se ve afectada la presión del aire en una habitación cuando la temperatura aumenta.
En la ciencia, todo consiste en modelos y predicciones, en hallar la manera de conseguir crear dentro de nuestras mentes una imagen de cómo funciona el universo y en encontrar el modo de efectuar cálculos que predigan lo que sucederá en determinadas circunstancias. Cuanto más nos alejemos del mundo ordinario de la vida cotidiana, ya sea hacia una escala muy pequeña, o hacia una escala muy grande, más tendremos que confiar en las analogías: un átomo es, en determinadas circunstancias, «como» una bola de billar; un agujero negro es, en cierto sentido, «como» una abolladura en un trampolín.
Resultaría tedioso seguir de esta manera precisando las calificaciones relativas al uso de los distintos modelos, por lo que, ahora que ya me he desahogado, me abstendré de hacerlo y confiaré en que el lector recuerde la precisión que he realizado en el sentido de que el mejor modelo sólo es bueno en su propio contexto, y que los escoplos nunca se deben usar para hacer el trabajo que tienen que hacer los mazos. Siempre que nos refiramos a algo calificándolo de «real», lo que queremos decir es que es el mejor modelo que se puede utilizar en las circunstancias del caso.
Con esta condición, partiendo de la escala de los átomos, invitaré al lector a que descienda al mundo de lo muy, muy pequeño y, más adelante, a que salga al universo a gran escala, ofreciéndole la mejor explicación moderna (el mejor modelo) de la naturaleza de las cosas dentro de cada escala. Todas serán ciertas, en el sentido de que concuerdan con los experimentos; todas van a encajar unas con otras, como las piezas de un rompecabezas, para dar una imagen coherente de cómo funciona el universo y todo lo que contiene; y todo lo podrá comprender, al menos en líneas generales, cualquier mente humana con una capacidad mediana. Existe otra característica de la ciencia, un punto de vista del que soy firme partidario y que ha configurado la estructura de este libro (y toda mi carrera), pero que no todos los científicos comparten necesariamente. Para mí, la ciencia es primordialmente la investigación sobre nuestro lugar en el universo, el lugar que ocupan los seres humanos en un mundo que se extiende desde las más diminutas partículas subatómicas hasta las extensiones más largas en el espacio y el tiempo. No existimos de manera aislada, por lo que la ciencia es una actividad humana cultural, no un mero esfuerzo desapasionado por alcanzar la verdad, al margen de lo duramente que nos esforcemos. Aquello de lo que se trata es siempre de dónde venimos y a dónde vamos. Por eso es la historia más emocionante que se ha relatado jamás.
JOHN GRIBBIN.
Diciembre de 1997.